vecindad

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jueves, 20 de agosto de 2015

El Niño y el Caballero

Era una tarde de primavera y el sol desplegaba sus últimos rayos de luz por encima del firmamento. La brisa del viento soplaba con fuerza mientras el bullicio de la ciudad se perdía entre el alegre trinar de los pájaros que con su silbido ofrecían un concierto sin igual que acariciaba los oídos de todo aquel que estuviera dispuesto a escucharlo.

Imponentes árboles se levantaban todo en derredor por encima de una singular alfombra verde que mostraba de tramo en tramo grupos de brillantes y coloridas flores. Justo en el centro de este universo, embelesado sobre la arena, entre columpios, resbaladizas y demás, un pequeño niño, de cinco años apenas, disfrutaba de este, su mundo, intercambiando de rato en rato sus vivencias y correteos entre cada uno de estos juegos que al parecer habían sido dispuestos, por orden suya, para su gusto.

De pronto, abruptamente, un intruso invadió su mundo. Un señor ya avanzado en años se había sentado junto a él en el columpio de al lado, con la mirada reflexiva y perdida en el cielo. Muy vivaz el pequeñuelo, que aún no sabía leer, tenía la solución para poner fin, según creía, a la inusitada e inesperada intromisión. Tomando como ejemplo un episodio pasado, ocurrido tan solo unos días atrás, paso la voz al caballero haciéndolo despertar de sus pensamientos más profundos. Señalando a continuación el cartel que se erguía firmemente frente a los dos, dijo: “Señor, juegos exclusivos para niños de 03 a 10 años”.

Sonrió apaciblemente el caballero, para sorpresa del pequeño, y tras percibir en él una particular sagacidad le contestó:

– Es que soy niño de corazón
– ¿Niño de corazón?
– Efectivamente – dijo el señor, a la vez que señalaba hacia adelante – ¿Ves esa flor?
– Claro que sí, es muy bonita – respondió el niño
– ¿Y si no tuviera pétalos?
– Ya no sería lo mismo, pues perdería toda su belleza y su color
– Bueno, lo mismo sucedería con cada uno de nosotros si perdiéramos la ilusión y las ganas de vivir que tenemos de niños.

Se acercó en ese momento el guardián del parque, quien al ver al caballero sentado en uno de los columpios, le increpó: “Caballero, este juego es solo para niños”, a lo que el pequeño de inmediato contestó: “Sí, señor, pero él es niño de corazón”.


José Páucar Cáceres




jueves, 6 de agosto de 2015

Aventuras y desventuras a orillas del mar


Era una mañana tranquila, como cualquier otra, el sol asomaba tímidamente aunque sin representar en apariencia problema alguno para los planes que tenía de ir a la playa con mis amigos pues nos encontrábamos en pleno verano y recién iniciaba el día. Como suele suceder en estos casos todo parecía listo, aunque siempre dejando en mí aquella sensación de que algo me olvidaba, mas en vista de la hora y la premura del tiempo cogí rápidamente mi mochila y salí corriendo.



Al llegar a la playa la vista era genial, las olas se mecían tranquilas mientras las gaviotas surcaban los aires sobre el interminable y extenso mar. La brisa, sin embargo, era tan fría y tan extrañamente avasalladora que hacía pensar que lo que mis amigos y yo olvidamos llevar era un buen surtido de frazadas. Felizmente, unos momentos después la situación cambió ya que el sol comenzó a mostrarse plenamente, como debía de ser, haciéndome notar lo primero que había olvidado: protector solar. Afortunadamente uno de mis amigos parecía tener ello de sobra, lo que se hizo evidente cuando por la cantidad de bloqueador que llevaba en la cara resultaba fácil confundirlo con El Guasón. 


El problema fue que al echar un vistazo pude darme cuenta de que su bloqueador tenía dos años de haber vencido por lo que, entre correr el riesgo de que me saliera un ojo o un brazo extra y quemarme por no usarlo, preferí quemarme.

Rato después el sonido de las tripas me hizo ver que había olvidado algo más: el almuerzo. Sin embargo, no fui el único en olvidarlo así que fue buen momento para probar físico y corretear junto a mis amigos al vendedor de panes con pollo ya que, momentos antes, habíamos visto que se le estaba por acabar la mercancía. El problema estaba en que el condenado vendedor parecía andar jugando a las escondidas con nosotros pues no lo encontrábamos por ningún lado. Felizmente logramos alcanzarlo justo cuando estaba a punto de acabarse el surtido de panes que llevaba. Lo curioso fue que cinco minutos después apareció de nuevo de la nada y con su canasta completamente llena, aunque eso es otra historia.




Algo infaltable en un día de playa, y que felizmente no olvidamos, es cuando llega la hora de enterrar a uno y otro en la arena. Esto siempre es divertido, sobre todo cuando olvidas quitar la toalla con la que cubriste, a modo de broma, la indefensa cabeza de una de las enterradas víctimas, cosa que por alguna extraña razón no le divirtió.

"Lo encontré muchachos, lo enterramos aquí"

Tratando de hacer tiempo antes de entrar al mar pude ver qué era lo siguiente que había olvidado: la baraja de naipes. Bueno, a decir verdad, no es que la hubiera olvidado ya que pensé que alguien más llevaría una, lo malo fue que todititos los demás pensaron lo mismo. Afortunadamente no habíamos olvidado llevar pelota, por lo que alguien sugirió que entremos al mar para jugar “quita pelota”.

El equipo de hombres se enfrentaba al equipo de mujeres y tras algún tiempo de haber iniciado el juego para poner las cosas más interesantes se me ocurrió la “brillante idea” de lanzar la pelota donde estaba el grupo más tupido de mis amigos.


El problema fue que junto a ellos también había un tupido grupo de otras personas, de manera que entre lo liviano de la pelota, mi mala puntería y el desatinado viento (el cual sospecho que tenía algo en mi contra) hicieron que la pelota fuera surcando y surcando los cielos hasta aterrizar precisamente en la cabeza de una señora, la cual con justa razón volteó inmediatamente a reclamar muy indignada.

               

Aquello, sin embargo, debe haberlo tenido un tanto difícil, pues cuando todos mis “amigos” (resaltando las comillas) voltearon y apuntaron en forma acusadora hacia mi lugar, se dieron con la súbita sorpresa de que yo ya no estaba allí. Y es que por alguna misteriosa razón justo en ese momento me entraron unas tremendas ganas de bucear al ras del suelo saliendo, muy curiosamente, por el otro extremo de la playa. Enormes coincidencias de la vida, supongo, o a lo mejor un innato sentido de supervivencia.



Al final, si acaso creía haber salido bien librado me equivoqué, pues entre los innumerables arañones de mis amigas (producto del juego) y la tremenda insolación (por no haber usado bloqueador) terminé con muchos recuerdos tangibles que no me dejarían olvidar ese día, al menos por un tiempo.