vecindad

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martes, 23 de junio de 2015

Viajando en bus




Viajar, una palabra sugerente, sobre todo si evoca en nuestras mentes algún viaje en avión, en tren o incluso en barco. Recordar bellos paisajes o la tranquilidad de la ocasión es sin duda placentero. Aun así y pese a todo viajar en bus, señores, sí que es toda una experiencia, una aventura interminable casi digna de un nuevo episodio del sin par Indiana Jones.

Comenzamos por el típico hecho de salir apresurado y correr contra la hora procurando evitar golpear, con mayor o menor suerte, al conglomerado de gente que en esos precisos momentos aparece de la nada con obstinación aparente por no dejarnos pasar. Tras dejar muertos y heridos en el camino vemos cómo el tan ansiado y escaso bus nos deja por míseros cinco metros que hubiéramos recorrido con éxito y a tiempo si no fuera por un par de viejecitos que se nos cruzaron en el camino.



Luego de permanecer cinco, diez, quince o más minutos en el paradero, vemos pasar todas las líneas habidas y por haber menos la que uno espera, las cuales a su vez nos ofrecen ofertas y bienvenidas que nunca se hacen presentes cuando nos toca abordarlas. Finalmente llega el tan ansiado bus, y después de recibir la “amable” escolta del cobrador, quien casi a presión nos hace entrar a duras penas, es mejor intentar buscar por uno mismo un huequecito para caber en el dichoso carro, con lo que podríamos decir que ya iniciamos el viaje.



Viajar sentado es un privilegio del cual mejor es no pensar, más vale prestar atención y tratar de evitar los pisotones, empujones, golpetazos y demás…o hacer lo que se pueda. De olores corporales ya ni hablar.

Ver cómo los otros buses nos van dejando atrás puede ser desesperante, sobre todo cuando el chofer de la unidad en que viajamos frecuenta detenerse cada vez que hay una esquina, esperando la llegada de…¿de quién? No sé, pues no se ve a nadie en 50 metros a la redonda. Claro está, nunca faltan los que llamaremos “reclamones”, quienes van contagiando a los demás dando paso a golpeteos en paredes, pisos y ventanas, más alguno que otro insulto en contra del chofer, quien aunque a veces hace caso y acelera por lo general hace gala de tener menos orejas que una culebra.


Nunca hay que descartar la posibilidad de encontrar en el camino
algún famoso...o casi

Al interior del bus el espectáculo que se nos ofrece es muy variado, con música y canciones selectas del agrado de unos y del desagrado de otros, sobre todo cuando en ocasiones se ven amenazadas las posibilidades de mantener una interesante conversación a causa del estruendo, y no tanto porque la canción sea estruendosa como por el hecho de que el chofer la quiere oir a volumen elevado cuando los parlantes los tiene en la parte posterior del carro.

Observamos variopintos personajes que suben y bajan (entre los que se cuentan los mismos pasajeros, vendedores y demás), personas que vez tras vez miran impacientemente su reloj, el que de verdad va cabeceando mientras otros se hacen los dormidos para no ceder el asiento y, por supuesto, el infaltable “rincón del box”, conformado de un lado por el iracundo pasajero y del otro lado por el recio cobrador, ambos enfrentados y peleando incansablemente por centavos más y centavos menos o porque al primero le hicieron pasar del paradero un par de cuadras más.



Cómo pasar por alto el tan querido tráfico, capaz de dejar sin uñas, sin garganta o completamente calvos a algunos, o el hecho de subir a un mundo lleno de extraños y bajar conociendo detalladamente la vida de uno que hablaba a voz en cuello por teléfono.

No cabe duda que viajar en bus en la ciudad puede convertirse en toda una odisea, para unos estresante y para otros divertida. Claro está, no falta la ocasión, sobre todo cuando no es hora punta, en que podemos subir tranquilamente, escoger el asiento que más se prefiera y hasta echar una cómoda siestecita, pero teniendo cuidado de no pasar del paradero correspondiente pues de lo contrario será inevitable viajar de regreso otra vez en bus, a merced de alguna nueva aventura...o desventura.



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